Recordando a Reagan

10 Junio 2004-06-11

Volumen 6/ Número 21

EstimadoAmigo:

Mientras lamentamos la pérdida del Presidente Ronald Reagan–primero debido al Mal de Alzheimer y ahora por su muerte–reflexionemos acerca el argumento de que su mente hubiese podido ser restablecida mediante la investigación de células estaminales fetales. Esa hubiese sido la última cosa que el más pro vida de los Presidentes de los Estados Unidos hubiese querido: ser salvado por el sacrificio de inocentes niños por nacer.

Steven W. Mosher

Presidente

Recordando a Reagan

Ya olvidé quien me entregó una copia de “El Aborto y la Conciencia de la Nación” en 1984, pero lo que sí recuerdo es que fue quizás el primer libro por vida que he leído. Acababa de retornar a Estados Unidos desde el Lejano Oriente unos meses antes, y estaba envuelto en una controversia con la Universidad de Stanford sobre las esterilizaciones y abortos forzados de los cuales había sido testigo en China. Ya era pro vida, pero no podía explicar mi posición muy bien.

El libro del Gran Comunicador resolvió mi problema. Escrito en una prosa clara y lúcida que era su marca personal, Ronald Reagan me explicó exactamente porque era importante defender la vida humana en todas sus etapas. Haciéndolo, me hizo capaz de explicarlo a su vez a muchos otros a lo largo del tiempo. Yo he usado muy a menudo su razonamiento con quienes están inseguros acerca de cuándo empieza la vida. “deberías darle a la vida el beneficio de la duda”. No obstante lo diminuto de los seres humanos en cuestión, he dicho en más de una ocasión que,  tomando prestado otra idea de Reagan, “la vida humana por más pequeña que sea tiene el derecho dado por Dios de ser protegida por la ley”.

El tono del libro es un clásico de Reagan, lleno de optimismo y esperanza que |en última instancia el pueblo americano iba a poner en claro lo equivocado de este “derecho”. El libro abunda en frases como, “no debemos perder la esperanza”. No era un furioso Jeremías batiéndose en una desesperanzada retirada contra un demonio invencible, sino un amable profeta de buen ánimo, orientado a cooperar con el benevolente Plan de Dios. Él estaba muy sereno en la convicción de que si todos hiciéramos nuestra parte, Estados Unidos algún día reafirmaría “el trascendental derecho a la vida de todos los seres humanos, el derecho sin el cual ningún otro derecho tiene significado”. 

Años más tarde, tuve el privilegio de organizar un evento para el Instituto Claremont en el cual el Presidente Reagan había accedido a hablar. La ocasión fue la Semana de las Naciones Cautivas en 1991. Fue un momento muy emocionante. Fue después que las “naciones cautivas” como Lituania, Ucrania y Hungría habían muy recientemente conseguido su libertad después de pasar penurias por décadas detrás de la Cortina de Hierro. Los pueblos de otras naciones tales como Vietnam, Camboya y China estaban presionando por su libertad. El Presidente Reagan me pidió si podía escribir el primer borrador de su discurso. Fui muy feliz solamente al decir que sí.

La primera tarea que puse delante de mí fue la de leer todos los discursos de política externa de Ronald Reagan en retrospectiva hacia los cincuenta. Quise capturar el pensamiento de un hombre que, por su retórica no menos que por sus acciones, ayudó a traer abajo el Muro de Berlín. Quería dejar a Reagan ser Reagan, como solíamos decir. La noche del Banquete el Presidente Reagan se paró delante del podio y dirigió un discurso con tal resonante convicción que las 800 personas se pusieron de pie sobre sus sitios una docena de veces. Todavía resuena en mis oídos una década después.

Un poco más tarde me invitó a su oficina en Century City, donde me entregó una copia enmarcada del “discurso” con su firma, “Muy agradecido, Ronald Reagan”. Le agradecí, pero le dije que yo no había escrito el discurso sino él. Me miró extrañado. Le conté acerca de la lectura de todos sus anteriores discursos. “Era su voz la que traté de capturar, sus puntos de vista los que traté de expresar”. “Bueno, no sé…”, me dijo, moviendo la cabeza amablemente en esa forma modesta muy propia de él. Me dí cuenta que estaba muy avergonzado con mis elogios. Era una persona que nunca hablaba mucho de sus habilidades.

Excepto una. Me mostró en su oficina, señalando una pintura en particular la cual mostraba un codo de río y un pequeña franja de playa. “Este es el río donde trabajé de salvavidas cuando crecía”, me dijo. “Durante el lapso de 5 años, saqué del agua a una docena de personas que se ahogaban”.

Como Presidente, él salvó vidas también, específicamente haciendo todo lo que podía para salvaguardar las vidas de los niños por nacer del cuchillo de los aborteros.

Necesitamos rezar hoy por Nancy Reagan. A ella le han dicho que aparentemente la investigación de las células estaminales fetales podían haber salvado a su esposo del Mal de Alzheimer. Pocas semanas antes de su muerte, ella pidió por la legalización de tal investigación,  la cual “se ha llevado a mi esposo a un lugar distante donde no puedo tenerlo más”.

La señora Reagan tiene mi total simpatía. Ella fue testigo cómo su esposo amoroso y al mismo tiempo fuerte, valiente y al mismo tiempo humilde, lentamente perdía la razón. Y en un magnánimo acto de amor, ella pasó los últimos diez años cuidando de él. Pero no puedo dejar de señalar que está errada en ese punto.

El Presidente Reagan no hubiera querido prestarse para un poster sobre la investigación de células estaminales. Éste es no es el epitafio que él hubiese querido, no es la cruzada que hubiese querido que su esposa emprenda. Pero no sólo es la promesa extremadamente  exagerada de la investigación en células estaminales fetales,– aún cuando el Washington Post ahora admite que las “células estaminales (son) una terapia no común para  el Mal de Alzheimer” –, sino que viola la santidad de la vida que él tanto respetó.

El Presidente Reagan mismo, estoy convencido, hubiese sido el último en querer haber sido salvado a través del sacrificio de inocentes niños por nacer.

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